Una pequeña gran historia

Antoine de Saint-Exupéry nos demostró que un personaje, por muy pequeño y humilde que pueda parecer, nos puede contar una gran historia. Y es precisamente este el caso que te traigo, querido lector. Te traigo la historia de algo muy pequeño que empieza de manera enorme. Con una enorme explosión, precisamente. La que dio comienzo al tiempo y al espacio. En el útero más caliente que ha visto el universo nace, en los primeros instantes de la creación, protón. En el mundo en el que nació nuestro amigo, había muchos componentes. Entre ellos, muchos protones, electrones y neutrones. Además de fotones. Es triste pensar que, a pesar de la gran cantidad de componentes de los que estaba rodeado, no tendría su primer amigo de verdad hasta 380.000 años después, cuando el universo se enfrió lo suficiente como para que los átomos estables se pudieran formar y la luz pudiera viajar libremente. Es en ese instante en el que un tímido aunque decidido electrón se acerca a protón para formar una amistad, a la que llamarían hidrógeno. Una amistad unida por la fuerza más importante a escala atómica. No, no hablo de la fuerza de la amistad, hablo de la fuerza electromagnética. Ese fue el comienzo de algo más grande. La situación por aquel entonces era que el espacio no tenía la misma distribución de materia en todas partes. Se formaban así las primeras comunidades de átomos que, por una extraña fuerza, que algunos dirían que era la de la cooperatividad (a día de hoy le llamamos fuerza gravitatoria) se iban juntando cada vez más. Lo mismo le pasó a nuestro átomo de hidrógeno. Electrón y protón estaban encantados de estar cada vez más juntos de otros compañeros. Sin embargo, llegó un punto en el que la presión de estar tan juntos era ya muy elevada. El ambiente, encima, estaba muy caldeado. A protón la situación le recordó a la de sus comienzos. Se formaba una estrella. Las cosas cambiaron muy rápido. La densidad y la temperatura eran muy altas. Electrón pasó, presionado por la situación, a volver a ser independiente. Pero protón no tardaría en hacer un nuevo amigo, uno mucho más parecido a él. ¡Tanto que eran idénticos! Otro protón y, al de nada, dos neutrones se le unían para hacer un núcleo de helio. El final de la estrella fue apoteósico. Una supernova. Una explosión enorme. No tanto comparada con la primera, pero increíble. Tanto que, no se sabe si por las condiciones tan extremas de presión y temperatura o juntados por el miedo (los científicos hoy día optan por lo primero) más neutrones y protones se unieron a nuestros amigos. Y, en no demasiado tiempo después de la explosión, adivina quién vuelve. ¡Así es, electrón! Y no vino solo. Varios electrones se unían al conglomerado de neutrones y protones para formar una nueva comunidad: el átomo de hierro. 

La situación de ese átomo de hierro volvía a ser parecida a la de la era anterior a la formación de la estrella. Después de cada explosión, la materia se vuelve a dispersar,  de forma no homogénea. Lo mismo pasaba ahora. Protón viajaba, siendo parte del átomo de hierro, libremente en la nube de gas y polvo cósmico formada por la supernova. Sin embargo, una sensación le resultaba familiar. La misma fuerza que le había llevado a juntarse para formar, junto con el resto, la estrella, le hacía querer estar cerca de los componentes de la nube. Se iban juntando cada vez más y más. Pero, qué extraño. Esta vez no había tanta presión. Ni tanto calor. La situación era mucho más agradable. Parte de la nube se había juntado para formar aquello de lo que ahora era parte, un punto azul en el vacío del cosmos, orbitando alrededor de una estrella formada a partir de la misma nube. Un punto muy conocido tanto por ti como por mi. Un punto llamado Tierra. 

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